Hay otro suceso que me tiene perplejo: el fenomeno de interpretación o decodificación. Uno es el que escribe, el que codifica y, si la suerte es tal, hay de otro que se tome el tiempo de sortear palabras y tratar de asimilar los significados. Y en ese proceso -al cual podría dedicarle páginas y páginas de divagaciones- hay algo que se pierde invariablemente, me gustaría llamarlo "traición del acto". El escritor cuando se dispone con su puño y letra a forjar mundos, se le es impuesto un limbo entre su pluma y el papel -lugar donde titubean las musas-, y en aquél se extravian mil y un detalles que ni se les tendrá pudor de mención. Lo que se ha salvado, es decir, lo que se ha logrado plasmar no quedará intacto, pues le falta ser mutado por el ojo del lector a excepción, claro está, de que el mensaje sea de suerte obvia y certera. Y en esto recae lo que considero el atractivo de la escritura: la nula unilateralidad, esto es, el autor no es más que primer lector de su creación y los sucesivos la recrean una y otra vez. Sin duda, la más bella de las traiciones pues atenta contra el ego del creador.
Esto hace preguntarme lo que tú has de pensar, ¿para ti qué sería mejor: una carta directa y de sobrio talante o una llena de delicias lingüísticas y metáforas? Hay que tener bastante habilidad en la primera si se quiere transmitir propiamente su mensaje y hay que ser un recto pensador para poder forjar la última. En caso de que el redactor tuviese destreza a placer, ¿tiene la culpa el lector por amedrentarse por lo leído? Me temo que ni peco de sagaz ni mucho menos de recto pensador, pero sí un tanto en calidad de lunático y he aquí la razón de que mis escritos sean de lo más anacrónicos y rimbombantes o, en palabras coloquiales -que por cierto adoro tanto como al lenguaje culto- sean puro choro viejo y mareador.
Buena luna...
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