...llegué a la universidad como a la una y quince y allí me encontré con Murcia y Sandy. Ellos jacarandosos despidiéndose y yo ansioso por lo que estaba a punto de acontecer (estaba un poco nublado el día, esperaba que no fuese a llover). Unos cuantos minutos después ya estabamos en la caseta de Rosarito.
–Aquí esperamos a que alguien nos dé un aventón. –Y el primer tractocamión que pasa se apiada de nosotros.
Platicamos con el conductor, es de Chiapas. Intercambiamos unos cuantos anécdotas mientras admiraba las playas de Ensenada. Cuando veía los rayos cual espadas de luz cortando las olas, empezaba a comprender un par de poemas que escapaban de mi razón. Mi nuevo descubrimiento y el oficio del conductor hicieron que recordase a mi padre, esa figura borrosa con la cual cada vez me siento menos identificado. Sonreí porque hace mucho que no me sentía orgulloso de lo que es, de lo que ha vivido en sus viajes a través del país. Tras varias lunas me he dado cuenta de que todavía lo quiero y de lo cruel que he sido al no darle merito por sus intentos por ganar mi simpatía cuando yo era un niño. No gustaba de los viajes, prefería quedarme en casa sacrificando neuronas ante el televisor. Todo ese tiempo perdido a veces me agobia. Pero este descubrimiento fugaz se quedará sólo por escrito pues si quiero decirle a mi padre esto, el sentimiento se esfumará y volverá a ser esa persona que merodea el hogar y que suele sacarme de quicio con su reencontrada adolescencia.
Ahora quiero aventurarme a menudo en estos viajes, por toda la república y el mundo si fuese posible. Puede que, si aprendo a apreciarlos, caiga en cuenta de que amo incluso a este bodrio de ciudad.
Es peligroso hacer tales conjeturas cuando se cree tener ya un orden en la vida.
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